Una nómada en moto: Nunca domé al Dragón, pero sobreviví a Don y al diluvio
Once upon a bike - 27.000 km por los Estados Unidos (9)
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En el oeste
Un cartel al borde de la carretera me hace sentir curiosidad: Balsam. Suena tranquilizador, ¿qué será? Después de la picadura de araña, la niebla y el aire fresco, no puedo resistirme a la idea de que este lugar me sentará bien.
De hecho, Balsam es uno de los campings más maravillosos que he visto en mi vida. Las parcelas están repartidas en laderas cubiertas de árboles y cada rincón está decorado con mucho cariño. Incluso un arroyo atraviesa, murmurando, este idilio. En la recepción me entero de que el lugar está compitiendo por el título de mejor camping de EE. UU. ¡Yo lo elegiría! La pernoctación no está incluida, pero puedo utilizar las duchas.
Sobre las 318 curvas perdidas y el arte de fingir que no pasa nada
Dado que en los últimos días me he estado congelando en lugar de sudar y solo puedo asearme como un gato en los baños de restaurantes y gasolineras, tener agua caliente ilimitada en mi piel y en mi pelo es un lujo. Lavo la ropa sucia de inmediato: la ocasión no solo hace al ladrón, sino que a menudo también puede contribuir a la limpieza. Aunque no pocas veces puede incitar a la locura…
BY THE WAY — THE TAIL OF THE DRAGON
The Tail of the Dragon es una carretera de montaña ubicada en el borde de las Smoky Mountains, que a su vez forman el extremo sur de los montes Apalaches. Esta «cola del dragón» —la US 129— discurre por un antiguo camino cheroqui y hoy en día no solo marca la frontera entre Carolina del Norte y Tennessee, sino que también está considerada una de las carreteras más peligrosas del mundo. ¿Por qué? Porque hay que recorrer 318 curvas en solo 18 kilómetros. Algunas son tan cerradas que puedes perder el control de tu vehículo a 40 km/h. No pocas veces los conductores de coches y de motos pagan con su vida esta diversión.
Quien haya bajado por The Tail of the Dragon sin sufrir ningún accidente ha «domesticado al dragón». A quien falla en las curvas se le considera «mordido por el dragón». Las piezas dañadas del vehículo se pueden llevar al «Árbol de la Vergüenza».
Aunque me atrae la increíble cantidad de curvas, no me meto con el dragón porque —lo confieso— no logro dar con esa estúpida carretera. Después de dos horas, abandono la búsqueda y me convenzo de que montar en el monstruo habría sido demasiado peligroso debido a mi equipaje. Segurísimo.
Conduzco hacia el oeste a través de las Great Smoky Mountains, el primer national park de la costa este y el más visitado de Estados Unidos, con once millones de visitantes al año, por delante de Yellowstone y el Gran Cañón. Esto se debe principalmente a que se puede llegar a ellas en un día en coche desde las principales áreas metropolitanas entre Chicago y Atlanta. Una segunda razón son los aproximadamente 1.600 osos negros que viven en esta área relativamente pequeña, por lo que la probabilidad de ver un oso mientras se conduce por el parque sin tener que bajarse del coche es superior a la media. Así como en las grandes ciudades hay atascos de tráfico después del trabajo, aquí los visitantes se encuentran en bear jams, «atascos de osos».
Gatlinburg: Las Vegas conoce chalet alpino conoce apocalipsis
TENNESSE
En Gatlinburg espero encontrar un restaurante acogedor con wifi y un lugar pequeño y oscuro para pasar la noche. Pero no encuentro ninguna de las dos cosas porque la ciudad es mucho más grande y concurrida de lo que esperaba. La ciudad no se ve a sí misma como el final de las Blue Ridge Mountains, sino más bien como su comienzo y, por lo tanto, como la puerta de entrada a una zona de esquí muy popular, lo que están explotando a la perfección. La calle principal es una milla de diversión y los numerosos turistas a ambos lados de la calle tienen muchas oportunidades de compras, pueden acuñar monedas, hacerse fotos como un vaquero o un oso pardo, ir a los casinos o vomitar en los carruseles. E incluso ahora, en los meses sin nieve, los turistas suben a los remontes por los áridos senderos. Es un espectáculo triste, porque la naturaleza destruida para los deportes de invierno rara vez es hermosa en verano. ¿Mejorarán las cosas con la inauguración del puente colgante de doscientos metros de largo, que será el más extenso de Norteamérica? Lo dudo. En el anuncio, lo más importante parece ser la mención de snacks shops, los bares y las tiendas de recuerdos que lo flanquean.
Encuentro un restaurante mexicano que es poco confortable, pero con wifi. Observo la locura mientras disfruto de los nachos y el gin tonic. El autor Bill Bryson llama a Gatlinburg «la capital mundial de la monstruosidad» que «está empeñada en batir todos los récords de mal gusto». Ojalá pudiese estar en desacuerdo.
Después de trabajar una hora, me voy de la ciudad; ni siquiera quiero empezar a buscar un lugar para dormir aquí. A pocos kilómetros, me instalo en un terreno baldío. Acostarse es un placer.
Me resulta extraño volver a viajar por terreno llano; tengo que volver a acostumbrarme a una vista tan amplia. La mirada se limita a deambular por un paisaje bastante sencillo. Todo parece funcional, pragmático: las carreteras rectas me llevan de un lugar a otro por el camino más corto, mientras que en las Blue Ridge Mountains eran, ante todo, una invitación a disfrutar y solo de paso cumplían su misión de comunicación.
Por qué un club de striptease a veces es el mejor refugio
Nubes oscuras se acumulan sobre el paisaje, que se vuelve cada vez más plano y monótono. Todavía puedo conducir unos treinta kilómetros en seco, luego paro en un restaurante para ponerme la ropa de lluvia: una chaqueta y unos pantalones hidrófugos que van debajo de la ropa propiamente dicha. Tan pronto como vuelvo a la carretera, empieza a llover a cántaros. En menos de tres minutos, el agua alcanza dos centímetros de altura sobre el asfalto. Conducir despacio es la única opción para evitar el aquaplaning y que la lluvia me empape y haga que mi ropa sea más pesada. A medida que el viento refresca, mi estado de ánimo empeora. Por suerte, no hay mucho tráfico, así que no tengo que soportar la presión de camiones y furgonetas.
Incluso después de dos horas de conducción, la lluvia no cesa. Tengo frío, estoy cansada, de mal humor y necesito ir urgentemente al baño. Veo una Harley a un lado de la carretera, parada frente a un billar. A través de las ventanas forradas con pegatinas se ve una luz pálida, y al menos el dueño de la Harley debería estar ahí dentro. Con café, ojalá. Aparco a Josi y la dejo con su equipaje afuera, bajo la lluvia. Y lo confieso: Gynsburgh incluido. De todos modos, ya está empapado. Pero sospecho que todavía hay un punto seco en algún lugar dentro de mí.
Por una puerta pesada, dejando un rastro de pequeños charcos, entro a en una sala que es más bien un recibidor. En la débil luz azul puedo ver, a la derecha, una zona con mesas de billar y, a la izquierda, un escenario con barras de pole dance y muchos espejos, lo que da una idea del tipo de programa que se ofrece a altas horas de la noche. No se puede ver ni oír a nadie. ¿Dónde he ido a parar? ¿En la sede de un club de rockeros criminal?
No hago caso al impulso de irme inmediatamente porque quiero café y necesito ir al baño con urgencia. Así que me armo de valor y digo en voz muy alta: «¿¡Hola!? ¿Hay alguien aquí?». El silencio que sigue no hace que el ambiente sea más hogareño. Cuando de la oscuridad aparece una figura que encarna todos los pésimos clichés del rockero, me siento fatal. ¿Viene ahora el castigo por mi inocencia? Como mujer, ¿no tendría que haber evitado entrar aquí sola? ¿O, incluso, no tendría que haber decidido no hacer este viaje? Pero todo esto no sirve de nada, la única opción es la huida hacia adelante: «Hola, ¿podrías servirme un café?».
El gigante me mira unos instantes más de lo que me gustaría y refunfuña: «¿Viajas en moto?». Asiento y él continúa refunfuñando: «Espera un momento». Y a continuación: «El baño está ahí atrás».
Es un buen descanso. Mientras sostengo mi taza con las manos húmedas y poco a poco voy entrando en calor, charlamos un poco. O, mejor dicho, Don habla, murmura y refunfuña mientras trato de entenderlo. No quiero preguntar muy a menudo porque todavía no me siento del todo cómoda con él. Al menos parece que estoy asintiendo con la cabeza en los momentos correctos.
Entonces la cosa se pone incómoda. De verdad que olvidé que aún no había ido al banco. ¡No tengo ni un dólar! Hurgo entre todas las bolsas secas y mojadas. Nada. Estoy infinitamente avergonzada, pero ahora por fin tengo calor. Le ofrezco a Don que me lleve rápidamente a un cajero automático, pero él me indica con calma que me vaya. ¡Ojalá no crea que había planeado esto! Sin embargo, Don tiene en mente algo completamente diferente. Mientras nos despedimos con un fuerte apretón de manos, siento algo entre nuestras palmas. ¡¿No será…?! Sí, lo es: tengo sesenta dólares en la mano. Lo miro incrédula, porque claro que me viene bien, aunque no sea tan necesario como él supone. Le pone un punto final a mi débil protesta con la frase: «This is what we do. We help people.» ¿Nosotros? ¿Quiénes son «nosotros»? Don señala su chaleco de cuero: ¡su club de moteros! Bueno, entonces será mejor que acepte el dinero, ¿quién soy yo para meterme con un club de rockeros?
Me advierte con insistencia sobre las lluvias y tormentas previstas: se espera que las colas del huracán Harvey lleguen a Tennessee y Misuri. Me cuesta creerlo; después de todo, el huracán azota principalmente el sur de Texas, a más de 1.200 kilómetros de distancia. Pero la lluvia fuera del bar parece, ahora, tener algo que ver con Harvey. Tras un cálido abrazo y fortalecida por tanta bondad, me aventuro de nuevo a la carretera: Nashville me espera.
Ajustar la hora, pero no el ánimo
La lluvia cae con tanta intensidad que casi no veo el cartel verde junto a la carretera. De manera discreta, como si careciera de toda importancia, anuncia la nueva zona horaria: la Central Standard Time (CST). Atrasé una hora el reloj de Josi. Qué apropiado: después de todo, en Nashville la gente vive en otra época.
BY THE WAY — ZONAS HORARIAS
Por supuesto, Estados Unidos tiene diferentes husos horarios debido a su tamaño. Cuatro están en el continente, uno es solo para Alaska y el otro es para Hawái, a 2.500 millas de distancia. La hora de una zona horaria se denomina hora estándar y se complementa con las especificaciones Eastern, Central, Mountain, Pacific, Alaskan o Hawaiian. También existen otros husos horarios en varias islas pertenecientes a EE. UU.
Durante las elecciones, las numerosas zonas horarias de los estados federados provocan el efecto de la votación occidental: mientras que en la costa este ya se cuentan y se publican los resultados (!), los colegios electorales en la costa oeste todavía están abiertos. El efecto es, por supuesto, aún más fuerte en las regiones exteriores de las zonas horarias más alejadas, aunque menos relevante debido al pequeño número de votantes. Curiosamente, sin embargo, no se está trabajando para remediar este efecto; más bien, la investigación electoral y política lo utiliza para probar hipótesis sobre el comportamiento de los votantes.
Por sorprendente que fuera el encuentro con Don, Tennessee no me sorprendió: el paisaje sigue siendo aburrido y la lluvia, intensa. De vez en cuando tengo que pararme bajo el arco de un portal y esperar porque es imposible seguir conduciendo. Nashville, ¡te aconsejo que seas maravillosa!
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